Hace entre 1,9 y 1,8 millones de años, sobre suelo africano, la
evolución horneaba lentamente los primeros especímenes de nuestro árbol
genealógico. El Homo erectus se perfilaba como el primer
eslabón en la cadena de los “nuestros”, la estirpe que podemos rastrear
sin interrupciones hasta antes de ayer.
Fue el primero en salir del continente cuna, y presentó un asombroso
42% de incremento en su capacidad craneal respecto a su especie
homínida más cercana: el Homo habilis, con el que convivió y con el que no se sabe si tuvo lazos de parentesco.
Hasta ahora, uno de los argumentos más significativos para explicar el estirón que supuso el H. erectus
se centraba en el famoso adagio de que somos lo que comemos. Por
entonces, la dieta de raíces, frutos, tubérculos, insectos y hojas
había hecho hueco a un potente y nuevo manjar: la carne.
Sin embargo, un conocido primatólogo de la Universidad de Harvard
(EEUU), Richard Wrangham, ha llegado a la conclusión de que en este
caso lo realmente decisivo es cómo comemos. En su último libro, Catching Fire,
aún no publicado en España, defiende que no fue la carne, sino el uso
del fuego para preparar los alimentos lo que lanzó a aquellos seres por
un camino que culminaría en la humanización.
Su visión ha
resultado controvertida, porque hasta ahora el control sobre la lumbre
no se databa en una fecha tan temprana. Las cenizas más antiguas con
trazas de haber sido provocadas voluntariamente se encuentran en el
yacimiento de Gesher Benot Ya’aqov (Israel), y la investigadora Nira
Alperson les ha atribuido una edad de 790.000 años. Sin embargo,
Wrangham aduce que: “La arqueología del fuego es muy difícil de
detectar”, y se ha apartado de ese indicio tradicional a la hora de
establecer su teoría sobre la trascendencia de los fogones.
De
hecho, su punto de partida ha sido la convicción de que “somos el único
animal adaptado biológicamente a la comida cocinada”, según afirma,
mientras nos explica que la causa reside exactamente en nuestras tripas.
De todos los primates, poseemos el sistema intestinal más pequeño en
relación al tamaño corporal. Nos lo podemos permitir, porque hemos
trasladado a la encimera (y, a veces, otros sitios)
una gran parte del trabajo que supone transformar las viandas en
compuestos químicos aprovechables. Como ejemplo, exponer la carne a una
temperatura de entre 60 y 70ºC derrite su tejido conjuntivo y reduce al
punto mínimo la fuerza necesaria para cortarla. Y un diente destinado a
partir una patata hervida puede ser hasta un 82% más pequeño que el que
deba hincarse en una cruda.
Aunque también existen formas de
adecuar el maná que nos ofrece la naturaleza sin necesidad de chispas.
Eduardo Angulo, biólogo de la Universidad del País Vasco, argumenta
que: “Una visión más amplia de la gastronomía incluye sistemas de
conservación como el secado (seguramente el más antiguo), la salmuera,
el enterramiento en la tundra para congelarlo…” En su libro El animal que cocina recoge con detalle cómo ya nuestros ancestros empezaron a ensayar sus primeros pinitos con todos ellos.
Si
queremos saber cuándo empezamos ese proceso único de trasteo culinario,
bastará con detectar el momento en que se nos empezó a encoger el
estómago. La mayor reducción se produjo precisamente en el Homo erectus.
Acompañada de una disminución en los dientes, la pelvis y la caja
torácica, y un aumento del cerebro. Algo que, desde luego, también
contribuyó a hacernos humanos y que no se dio en el contemporáneo Homo habilis; según Wrangham, porque nunca llegó a dominar el fuego.
El
menor esfuerzo de masticar y digerir un menú más blando proporcionó
unas reservas extra que aportaron mejoras definitivas a sus comensales:
fuerza para caminar distancias más largas, un sistema inmunitario
fortalecido y crías más robustas que pasaban de la leche al alimento
sólido con más facilidad, y dejaban a sus madres libres para volver a
parir antes. Sin contar con que la reducción del tiempo de masticado
les dejó muchas horas libres, con curiosas consecuencias sociológicas
(véase el recuadro "La sartén por el mango").
Pero el mayor beneficio de la bonanza energética lo recibió el centro de control corporal: el cerebro.
“Estos órganos son caros, necesitan una enorme cantidad de glucosa y
una de las pocas formas que tienen los animales de proporcionársela es
teniendo intestinos pequeños”, explica Wrangham. Así, nuestra materia
gris empezó a convertirse en la mayor del reino animal en relación a
nuestra talla.
Eduardo Angulo considera, además, que la cocina
obligó a ejercitar el intelecto en otro sentido: “Cocinar supone
planificar la recolección o captura del alimento, su conservación, su
preparación e incluso cómo se va a distribuir dentro del grupo: el jefe
recibirá más alimento, y quizá los niños y ancianos las piezas más
tiernas”, con el reto que todo ello supone para el desarrollo de las
habilidades sociales.
La capacidad intelectual pudo potenciar
la técnica culinaria, y viceversa, en un ciclo que nos ha traído hasta
el presente. En cuanto a las pruebas necesarias para refrendar
definitivamente su teoría, el propio Wrangham apunta a claves
genéticas: “Lo sabremos cuando averigüemos en qué momento nos adaptamos
a los compuestos Milliard, unas sustancias mucho más frecuentes en la
comida cocinada que en la cruda”. Mientras, seguiremos disfrutando de
un menú en su punto.
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http://www.quo.es/ciencia/prehistoria/la_cocina_nos_hace_humanos
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